Vía Tres Arroyos presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta oportunidad con un nuevo cuento de su autoría.
Amurallado
Los compañeros del hostel insistieron en que no me podía volver a Buenos Aires sin conocer la ciudad más linda de Europa del Este. La galería de fotos que me mostraron me convenció. Discutimos entre todos qué destino elegir. Al principio queríamos hacer senderismo por el Slovensky Raj, pero tenemos 94 km hasta Koise y la estación del tren está a más de un kilómetro del hostel donde estábamos.
La verdad, no fue buena idea alojarnos en el centro, me pasó por contratar por internet. En el mapa todo parece más cerca y fácil de lo que en realidad es.
Los cuatro abrimos los celulares en el Google Maps y discutimos en inglés qué ciudades visitar para aprovechar el tiempo que le quedaba a cada uno antes de volver a sus países. Somos cuatro: la pareja de holandeses, el pibe madrileño y yo. Los holandeses sacaron un mapa y señalaron la lágrima roja que caía sobre el nombre de Levoča y nos dijeron en inglés que es de las pocas poblaciones de Eslovaquia que conserva sus antiguas fortificaciones intactas. Eso me animó bastante. Me encanta salir así, a la deriva, a ver qué onda, pero no quería perder el poco tiempo que me quedaba de vacaciones.
Viajar por Eslovaquia en transporte público es complicado, las combinaciones son malas y las frecuencias, escasas. Para llegar a Levoča salimos de Kosice a Spisska Nová y desde allí en colectivo hasta Presov. Tuvimos que esperar media hora para abordar. Les dije que era mejor salir en tren desde Kosice. Me malhumoré cuando hicimos el trasbordo de colectivo en Presov. Me senté solo en el andén mientras los holandeses leían las indicaciones de la cartelería de la estación de colectivos; el pibe madrileño se quedó adentro a resguardo del frío.
Yo necesitaba aspirar aire helado que me sacara la bronca y alejara el pensamiento que me aturdía desde que salimos: ¿por qué me junté con estos tres? ¿Tanto me cuesta decidir cómo viajar? La pareja de holandeses me llamó a los silbidos. El colectivo ya estaba en la plataforma seis y los pasajeros empezaban a subir.
Al entrar a la ciudad las murallas imponentes se reflejaron en las ventanillas del colectivo. Corrí la cortina de la mía para pegar la nariz y no perderme nada. Entramos a un pueblo tranquilo y pintoresco. Levoča no parecía una ciudad muy turística, no andaba gente en la calle, el frío calaba los huesos y las nubes negras amenazaron, día y noche, con descargar una tormenta de nieve. Los blogs especializados en turismo la consideran de los lugares más lindos del este de Eslovaquia; la UNESCO la declaró Patrimonio de la Humanidad.
Caminamos desde la parada del colectivo hasta el alojamiento más económico del centro histórico de Levoča: La pensión Oáza. Descartamos los hoteles que están frente a la plaza principal porque todos coincidimos en que la vista a las colinas sería inigualable. La chica a cargo del hostel le dio la habitación más grande a la pareja de holandeses, al madrileño y a mí las dos más pequeñas en el primer piso. Todas con vistas al jardín. Al pie de la escalera: la cocina y el baño compartido.
Dejamos los bolsos y le pedimos a la chica que maneja la pensión si nos podía preparar un chocolate o café con leche calentito. Nos llevó el pedido a la mesa que está pegada al ventanal que da a la montaña y, de paso, nos acercó varios folletos turísticos. Cuando nuestros cuerpos tuvieron la temperatura por encima del congelamiento, marcamos el itinerario a seguir en uno de los mapas. La chica me miró y sonrió cuando me lo alcanzó; rozó sus dedos con los míos. No pensábamos quedarnos más de un día. En la página de internet dice que en ese tiempo ves todo lo que hay que ver. Sin embargo, cambié de idea.
Nos pusimos de acuerdo para empezar la visita por las murallas medievales del siglo XV, dos kilómetros de piedra alrededor de la ciudad. Al llegar leímos en inglés que esos muros defendían a la gente, que vivía en el centro, de las invasiones enemigas. Impresiona pensar en los hombres que la construyeron y en la obra de arquitectura e ingeniería que sigue intacta.
Decidimos caminar esos dos kilómetros y meternos en cada recoveco. El pibe madrileño se asomaba por cada ventana para hacerse selfis; anotaba en una libreta que llevaba en su morral. Le pregunté qué escribía. Dijo que dibujaba croquis del lugar. Las murallas parecen tan amenazantes como la cara de los pobladores: son hoscos, no sonríen, se limitan a hacer algunos sonidos guturales. El viento que pasa por las grietas de los muros produce un silbido aterrador. Casi todo lo que hay que ver y hacer en Levoča queda dentro de las murallas.
De ahí nos fuimos a la plaza Námesti Majtra Pavla o plaza del Maestro Pavlov. Es el alma de la ciudad, todo ocurre en torno a ella y tiene el nombre de su artista más importante. Es Eslovaquia las plazas son alargadas, en esta, está la Jaula de la Vergüenza o Klietka Hanby donde antiguamente realizaban los castigos públicos. Es una estructura de hierro enorme que usaron de herramienta para ese fin en el siglo XVI. Los presos se exhibían en esta jaula durante las vacaciones y ferias. Cualquier ciudadano decente podía maldecir impunemente a un preso, escupirle o golpearle. La mayoría de las veces, las esposas infieles estaban encerradas en una jaula.
Los holandeses me pidieron que les sacara una foto; uno de ellos adentro de la jaula y el otro posando como tirándole una piedra. El pibe madrileño pasó por al lado mío y me codeó, levantó el mentón y se mordió los labios al ver la escena que yo tenía que retratar.
Alrededor de la plaza hay más de cincuenta casas burguesas y patricias, muchas de las cuales aún llevan el nombre de sus antiguos propietarios, como la de Thurzo del siglo XV. A principio de año hice un curso de fotografía con celular. En general primero degusto el paisaje y luego, atrapo la imagen. Busqué el modo manual de la cámara de mi celular y acomodé la velocidad y las ISO. El día estaba muy gris así que necesité aumentarlas para que quedasen bien expuestas.
Los holandeses anotaban todo lo que veían, el chico madrileño caminó conmigo sin sacar fotos ni preguntar nada sobre las historias que contaban los guían que pululaban por los alrededores de la plaza. Dijo que esperaba que la hora de la cerveza llegara pronto mientras yo iba y venía buscando el ángulo perfecto. Me paré frente al ayuntamiento y la torre que, según el folleto que nos dio la chica del hostel, eran originariamente góticos, pero fueron rebozados en 1551, lo que lo convirtió en uno de los edificios renacentistas más bonitos de Levoča.
En su interior se encuentra el museo de Spis, donde se exponen trajes típicos y objetos diversos de la ciudad en salas forradas de madera. En la puerta un viejo vendía la novela en inglés del escritor Kálmán Mikszáth sobre la ciudad y el episodio ocurrido en 1700 en el que tras el asesinato del alcalde del pueblo, a modo de ejemplo, colgaron su brazo en el ayuntamiento.
Seguí mi recorrido solo, el pibe madrileño se sentó en un cantero y se durmió. Me fui para la casa del Maestro Pablo de Levoča que está del lado oriental de la plaza, en el número veinte. Ahí vivió y trabajó el creador, entre otras cosas, del altar en madera que dicen es el más grande del mundo en su estilo. Más de dieciocho metros de madera de Tilo de principios del s. XVI. La memoria de mi celular estallaba de fotos.
Me uní a la pareja de holandeses que recorrían la iglesia de San Jacobo. Es gótica, su construcción empezó a mediados del s.XIV y fuera de pequeños detalles se terminó en el año 1400. En su interior hay once altares góticos y renacentistas. Tuvimos que pagar para entrar, pero valió la pena. Hay representaciones tridimensionales exquisitas de la última Cena y de la Virgen y el Niño. Me senté de frente al altar y recité el Ave María y, atrás, el Padre Nuestro. Rezos que aparecieron en mi memoria atraídos por lo majestuoso del escenario frente a mis ojos.
¡Cómo se pudo haber quedado dormido el pibe madrileño! Pensé. ¿Para qué vino? Aproveché el almuerzo para preguntárselo. Nos crujían las tripas. Teníamos en la panza el cafecito de la pensión y nada más. Habíamos caminado cinco kilómetros y teníamos ciento de fotos. El pibe madrileño, que nos esperaba sentado en el mismo cantero donde lo habíamos dejado, señaló una fonda frente a la plaza. Los holandeses nos dijeron que fuéramos nosotros, ellos querían nuevas tomas de la jaula.
El cartel de “Happy Food” era moderno y contrastaba con la construcción gótico- renacentista de la fonda. El pizarrón anunciaba el menú del día en su idioma y en inglés. Un listado de comidas rápidas: hamburguesas, hot dogs, croquetas, papas fritas, baguettes. Nos sentamos con el pibe madrileño y mientras nos traían la bebida le pregunté por qué había viajado con nosotros. Levantó la vista con ojos de sorpresa. Buscó en su mochila un cuaderno y lo abrió en una página en la que sólo estaba escrito el título: Crónica de viaje: Europa del este. El resto, renglones en blanco. Me dijo que era escritor y que había ganado un premio por una crónica que escribió sobre su viaje al Reino Unido. Se había gastado la plata del premio en el pasaje y la estadía para recorrer Europa. Dijo que nos había seguido convencido de juntar ideas, paisajes o historias que lo inspirasen, pero que, se sentía rodeado, igual que la ciudad, por sus propias murallas. Le palmee el hombro y justo cuando iba a abrir la boca para decir algo vago, intrascendente, pero que sonara consolador, aparecieron los holandeses.
Compartimos las fotos, le contamos al pibe madrileño lo que habíamos visto y le insistí que escribiera sobre la jaula en la que encerraban a las mujeres infieles. Él sonrió y anotó en su cuaderno esas dos palabras: jaula/infieles. Después lo guardó. Por primera vez nos contábamos algo de nuestras vidas privadas. Los holandeses se habían casado un año antes del viaje. Se habían conocido dando clases en una escuela de Ámsterdam. Uno de ellos enseñaba arte y, el otro: educación física. Todavía estaban de luna de miel. El pibe madrileño no tenía novia y su única preocupación era cómo vivir de la escritura sin caer en el periodismo para matar el hambre. Yo les conté de la novia que me dejó por mi mejor amigo casi en el altar. Para cortar la seriedad y el silencio en el que quedó la mesa les dije que mi historia parecía una novela mexicana, aunque no creo que ellos supieran de qué hablaba.
Una vez que recobramos energía salimos para la Basílica de la Virgen María que es el único lugar en Levoča fuera de las murallas. Hicimos cinco kilómetros del centro a la montaña Marianska. Desde las murallas se ve la iglesia en lo alto y, desde arriba en la colina, Levoča y los Altos Tatras.
El primer fin de semana de julio, decenas de miles de personas llegan a este lugar, es la mayor peregrinación de Eslovaquia y una de las más importantes de Europa. El sol cayó tan rápido como nosotros en la cuenta de que habíamos caminado todo el día y que necesitábamos un baño y algo de alcohol para matar el frío.
La chica de la pensión nos sugirió salir temprano a cenar para encontrar mesa en algún restaurante. Nos recomendó el Restaurancia U 3 Apostolov, que queda frente a la plaza. Llegamos y nos dieron la carta escrita en tres idiomas con dos opciones diferentes para elegir por cuatro euros con veinte por persona. Comimos muy bien en medio de una decoración tan antigua como la construcción.
Durante la cena revisamos los mapas que teníamos y decidimos hacer base en Levoča y desde allí intentar conocer otros lugares históricos de la Región de Spis. La chica de la pensión nos sugirió alquilar un auto. Hacíamos todo lo que ella nos decía.
Salimos después del desayuno hacia el castillo de Spis. Pasamos por el pueblo de Kežmarok junto con Levoča. Tardamos quince minutos en auto. Llegamos al castillo que, aunque en ruinas, la Unesco lo ungió como patrimonio de la humanidad. Está en la colina arriba de la población de Spišské Podhradie, a veinte kilómetros de Levoča. Para ir al Parque Nacional del Paraíso Eslovaco hicimos dieciocho kilómetros más y veintisiete hasta Kezmarok. Las distancias son cortas y vale la pena transitar por los caminos sinuosos y pintorescos.
El pibe madrileño durmió todos los trayectos, los holandeses marcaban los lugares en el mapa y completaban su diario de viaje; yo, al volante, disfrutaba del mundo antiguo. En una de las paradas le pregunté al pibe si no había escrito nada. Me dijo que lo había inspirado mi historia y que iba a inventar un viaje de una pareja a punto de casarse en la que la novia se enamoraba del compañero de hostel y dejaba a su prometido. Los lugareños la encerrarían en la jaula siguiendo sus tradiciones y el novio despechado podría insultarla o tirarle con manzanas o escupitajos. Fruncí el ceño, lo empujé con la mano e incliné la cabeza. El pibe madrileño me abrazó y me susurró al oído si no me hubiera gustado que pasara algo así. No le contesté y él me abrazó con fuerza mientras gritaba a los cuatro vientos que yo era su inspiración.
A la vuelta, cada uno subió a su habitación. Después del baño me senté en la mesa del rincón junto al ventanal del hostel que da a la montaña. Bajé las fotos a una carpeta especial y me detuve en las de la jaula. Me espanté cuando creí ver a mi exnovia agarrada de los barrotes suplicándome que la perdonara y que la sacara de ahí. Giré para la puerta, volví a la pantalla de mi celular. La jaula estaba vacía. La chica del hostel me trajo una cerveza y se sentó. Me preguntó si me había gustado la muralla, el castillo y qué me pareció la gente. Dijo que le gustaba hablar con los turistas y que llevaba un registro sobre las experiencias que le contaban. Dijo que era su forma de conocer el mundo y de saber cómo el mundo veía a su ciudad.
Había heredado el hostel de su padre y, después de que falleciera el año anterior, estaba a cargo. Las vacaciones de los otros eran su tiempo de cosecha. Dijo que le gustaba probar cosas nuevas y que nunca había conocido a un argentino. Acercó su silla hasta quedar pegada a la mía, me rozó las manos cuando se apoderó del celular para mirar las fotos del viaje. Fue tanto para atrás en el tiempo que llegó hasta la última que me había sacado con mi exnovia, antes de que se fuera con mi mejor amigo. La señaló y se quedó mirándome con ojos de pregunta. Debería estar en la jaula de la plaza, dije. Ella largó una carcajada y se levantó a buscar otra cerveza. Me tomó de la mano y me llevó hasta mi habitación. Hablaba un inglés bastante atravesado, pero lo que hicimos no necesitó traducción.