Pinceladas literarias: “Berro”

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “Berro”
Pinceladas literarias "Berro"

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias en esta ocasión con un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Berro

Cuevas juntaba berro de la orilla del arroyo del Medio. No tenía, como yo, la obligación de tragárselo. Él lo comía casi todos los días. A mí no me gustaba. Cuevas hacía plata con el berro. A mí me daba arcadas. A los dos nos unió el berro y el asalto en la casa de mi abuela.

Cuevas tenía la misma edad que yo cuando nos conocimos, pero parecía mi padre. Alto y morrudo, siempre despeinado o con el pelo engrasado pegado a la cabeza. Las facciones de su cara eran duras, le asomaban arrugas, aunque todavía no había llegado a los veinte; la piel reseca, la frente ancha y una mandíbula fuerte que enmarcaba a una gran boca. Cuevas siempre se reía y tenía los cachetes y la nariz roja como un tomate.

En mi familia el berro era parte de la dieta diaria. No sé si porque crecía cerca de casa y, llegaba a la mesa fresco, o porque querían ayudar a Cuevas que lo vendía por la calle.

 Hace más de cuarenta años los vendedores ambulantes recorrían mi barrio ofreciendo sus productos: hacían sonar sirenas, hablaban por megáfonos o vociferaban. Los vendedores elegían pararse en la esquina de mi casa que terminaba en la ruta, frente al Hospital municipal.

 Comprábamos pescado fresco a Arico, leche a Oñativia y berro a Cuevas. A veces me pregunto si la dieta que tuve de niña o de adolescente no estuvo signada por los vendedores ambulantes de mi barrio.

Vivíamos a tres cuadras del arroyo del Medio. Cuevas no necesitaba recorrer mucho trayecto para llegar a su punto de venta. Tenía una clientela fija. Estacionaba su bicicleta en la esquina, siempre la misma, y hacía sonar un silbato que colgaba del cuello. Las señoras de su casa, advertidas por el sonido, salían a comprar; iban ellas o mandaban a sus hijos o a los nietos. A mí, que el berro me resultaba repugnante (igual que el pescado fresco y la leche tibia), me parecía un castigo tener que ir a buscar esas plantas hediondas. Pero Cuevas me caía bien.

De los tres vendedores que frecuentaban mi barrio era el más joven. Arico tenía la edad de mi abuelo y el olor a pescado penetrado en la ropa; Oñativia, un hombre de muy pocas palabras, llevaba en un carro los tarros de lata con leche recién ordeñada y bien gorda. Cuevas era el único que se quedaba un rato de charla.

Esta mañana pasé por la verdulería del mismo barrio en el que me crie y leí en la pizarra que había dos plantas de berro al precio de una. Me reí para adentro y pensé que no era raro que estuvieran de oferta. ¡Quién podía hacerse una ensalada de berro!

Me sorprendí cuando la verdulera me dijo que estaba de moda. ¿Cómo de moda? Compré las dos plantas y me las llevé envueltas en papel de diario. No me atreví a olerlas, pero invadieron todo el habitáculo del auto con su aroma. Me quedé unos minutos pensando qué iba a hacer con ellas: las tiraba al llegar a casa, se las regalaba a alguna persona que anduviera pidiendo; las dejaba en el tarro de la basura al alcance de los perros; preguntaba en mis grupos de WhatsApp si a alguien le gustaba el berro y se las llevaba. Después de ese análisis, supe cuál iba a ser el mejor lugar para dejarlas.

Los ramilletes de berro que vendía Cuevas eran: pintorescos, aromáticos, salpicados por agua nada bendita. ¡Agua de arroyo! ¡Qué asco! ¿No funcionaba bromatología por aquel entonces? La gente, seguramente, tenía más defensas. O, como decía mi abuela, las personas de antes no eran tan delicadas. En mi casa, sin dudas, yo era el perro verde en cuanto al gusto por el berro. No lo tragaba ni disfrazado de los mejores condimentos.

Cuevas tenía el mismo olor que el arroyo: humedad, barro, pis, restos de animales muertos y vino, mucho vino. Esas eran las notas predominantes en su piel. Cuevas, el arroyo y el berro se fundían en un aroma nauseabundo que, por algún motivo incomprensible para mí, a las señoras de su hogar les encantaba. Entregaba sus ramilletes de berro envueltos en papel de diario. Le dábamos las monedas y las guardaba en una bolsa de plástico que colgaba de uno de los puños del manubrio de su bicicleta descascarada.

Un viernes a la tarde esperé a Cuevas en la esquina de mi casa como todos los viernes. Lo escuché silbar y bajé a la calle para hacerle señas. Moví mi mano hacia arriba y abajo y aceleré cada vez más el movimiento. Estaba apurada porque esa noche haría un asalto en la casa de mi abuela y todavía me faltaba ordenar el garaje.

Cuando estuvimos a unos metros de distancia le grité que tuviera cuidado. Me paré en el medio de la bocacalle para asegurarme de que no lo pasara un auto por encima. Pedaleaba zigzagueando y dos o tres veces antes de estacionar estuvo por caerse. Me saludó con el cuerpo echado sobre el manubrio de su bicicleta y una mano sobre la cabeza.

Me acerqué a agarrar los dos paquetes de berro envueltos en papel de diario y simulé un estornudo para poder taparme la nariz. Le entregué las monedas y le dije que me tenía que ir volando para limpiar el garaje antes de la fiesta.

_ ¿Hay joda?

_ Sí, en casa.

_ ¿Asado?

_ No, no. Asalto.

_ ¿Te dieron permiso?

_ Los abuelos, papá no sabe nada.

_ ¿Vienen tus amigos?

_ Los del cole. ¿Querés, venir?

Dos de mis compañeros de colegio también conocían a Cuevas. Vivíamos en el mismo barrio y sus madres los mandaban, igual que a mí, a buscar el berro a la esquina de casa. A los tres nos caía bien Cuevas. No se nos daba por burlarnos de él, tampoco prestábamos atención a sus pulóveres agujereados o a su pantalón deshilachado en las botamangas y algunas veces manchado en la bragueta.

 Nos gustaban sus cuentos sobre los fantasmas del arroyo o los animales salvajes que lo atacaban. Un mes antes del asalto fuimos los tres juntos a la misma esquina. Después de entregarnos los paquetes de berro se tambaleó sobre la bicicleta. Cayó de trompa al piso. Lo sentamos en el cordón de la vereda y apoyamos la bicicleta en el sauce de la puerta de mi casa.

_ ¡Fijate, que no se hayan machucado las platas de berro!

_ Los paquetes bien – dije.

_ La bici destartalada como siempre – dijo uno de mis compañeros y todos, también Cuevas, soltamos la carcajada.

Se acomodó el pelo que le caía sobre la frente, estiró las piernas y suspiró. Dijo que estaba muy cansado porque la noche anterior no había pegado ni un ojo. Mis dos amigos se sentaron al lado de Cuevas y yo me quedé un poco más lejos con la excusa de cuidarle la bicicleta.

Empezó a contarnos que andaba tumbado porque había pasado toda la noche peleando con un chancho que quería llevarse su cosecha. En la otra orilla del arroyo del Medio había un criadero de cerdos. Cada dos por tres se escapaba alguno y hacía desastres en la ruta. O se lo llevaba puesto un camionero, o le destrozaban la trompa delantera al auto que se los cruzara. Pero, esos accidentes beneficiaban a Cuevas que juntaba del asfalto los restos del chancho atropellado y se daba flor de festín abajo del puente.

Ahí nos enteramos de que vivía abajo del puente ferroviario que pasa por arriba del arroyo del Medio, en la ruta 228. Nos dijo que juntaba el berro cuando bajaba el sol para que no se chamuscara. Dijo que aquella tarde se había metido al arroyo hasta las rodillas, vestido y todo, para lavar el berro. Después las había amontonado adentro de una bolsa de arpillera que le habían regalado los empleados de la Cerealera lindera al arroyo. Había arrastrado la bolsa de arpillera cargada con las plantas hasta abajo del puente y, como empezaba a hacer frío, había salido a buscar algo de leña.

Nos contó que aquella noche que no pudo dormir fue porque un chancho, un escapista que logró cruzar la ruta sin morir en el intento, se acercó a su campamento, lo miró fijo y después a la bolsa. Él pispeó para los costados y buscó con los ojos alguna piedra o un palo más grande porque los que tenía entre sus manos, para prender el fuego, no servían ni para asustarlo. El chancho hociqueó y movió las orejas. “Como los perros cuando están contentos” - dijo Cuevas y siguió con el relato.

Él dio un paso para adelante y la alpargata se le enredó con un alambre tirado en el suelo. El chancho refunfuñó y, justo cuando Cuevas estaba por alcanzar la bolsa de arpillera, el animal se abalanzó sobre el berro y se lo mandó de un bocado. Pero no le alcanzó, movía de un lado al otro la cabeza, berreaba y olfateaba mientras se comía toda la mercadería de Cuevas. Aprovechando que el chancho estaba tan entretenido comiendo, él alzó dos piedras, una en cada mano, y se las revoleó por el lomo. El chancho corrió gritando como si le estuvieran dando a un bebé chirlos en la cola. Cuevas se había quedado sin berro para vender.

 Las pocas plantas que se habían salvado estaban masticadas. Tuvo que volver al arroyo a juntar más. Enchinchado, llevó el tetra que había comprado con las ventas de ese día y, se lo mandó de un saque. Esperó que amaneciera y se fue para el almacén a pedir fiadas dos cajas más de vino con la promesa de pagarlas esa misma tarde, después de las ventas. Volvió abajo del puente, antes lavó el berro recién juntado, le sacó las vaquitas, unos bichos a los que les encantan esas hojas, y se mandó las dos cajas de vino sin respiro. Por eso, nos dijo, que, por eso, ese día andaba más tumbado que otras veces.

Pero que, por suerte, había podido juntar bastante berro como para pagar en el almacén y llevarse otra caja de tetra para la noche.

Después de que terminó el cuento se secó los mocos con la manga del pulóver, se sacudió las alpargatas y nos hizo señas para que lo levantásemos. Era más alto que nosotros y más pesado, aunque los pantalones le flamearan.

Le dejamos nuestras monedas, agarramos los paquetes que se habían desparramado por el piso y nos fuimos hablando del chancho y de aquella noche fría en la que Cuevas casi es boleta.

Mis dos amigos y yo empezamos a encontrarnos en la esquina de Cuevas, así llamábamos a la parada donde pasábamos a retirar el berro, los viernes que siguieron a la tarde que nos contó la pelea con el chancho. Le tirábamos la lengua y él no tardaba ni dos minutos en contarnos una nueva historia.

No dudé en invitarlo el viernes del asalto porque, si se ponía malo, Cuevas podía levantar los ánimos con alguna de sus anécdotas. Llamé al teléfono de la casa de mi compañero de colegio, le conté que Cuevas vendría al asalto y le pedí que le llevara a la esquina en la que paraba alguna camisa suya o algo que le anduviera grande o que ya no usara.

A las ocho de la noche del viernes del asalto mis dos compañeros llegaron al garaje de la casa de mi abuela con un grabador y una bandeja de música; varios discos; algunos casetes y dos latas de pintura de un litro con dos focos adentro envueltos en papel de celofán de colores. Los ayudé a colgar los “tachos de luces” y a ubicar los equipos arriba de una mesa en el rincón del garaje de mi abuela.

A las nueve de la noche llegaron las chicas en tandas de tres o de cuatro. Pusieron los alfajores, tortas y sanguchitos arriba de otra mesa contra una pared. Los chicos trajeron Coca Cola, Fanta y Seven Up. Cuevas llevó el vino. Él no pasó desapercibido. Tenía menos olor, pero la mezcla de aroma a berro y arroyo era bastante difícil de disimular. Mi compañero, con la ropa que le regaló, le dio un perfume PIBES para que se pusiera antes de ir al asalto. Se había bañado con esa colonia. Abrazó a mis compañeros y a mí me saludó con la mano en alto y una sonrisa. Las chicas me llamaron aparte y me preguntaron qué hacía un pordiosero, así lo llamaron, en el asalto.

-Es Cuevas, el del berro – dije

- Y? – dijo una de las chicas.

- ¿Quién lo conoce? – dijo otra.

Uno de mis compañeros tomó su lugar de DJ y el otro acomodó a Cuevas en una silla en la punta de la mesa donde estaban los aparatos para pasar música. Las dos cajas de tetra atraían las miradas del resto de mis compañeros que, como mucho, se habían emborrachado alguna vez con cerveza. Los chicos hicieron dos rondas: unos en el centro del garaje, los otros al lado de las chicas. También me preguntaron qué hacía Cuevas en la casa de mi abuela.

- No le den bola. No hace nada. Tienen cuentos buenísimos, ya lo van a escuchar – dije.

Mis dos compañeros me llamaron para que frene a Cuevas que ya se había mandado la primera caja de tetra sin comer bocado. Les pedí que se relajaran y que no iba a pasar nada. La verdad, no sé por qué yo estaba tan segura de que no iba a pasar nada. ¿Nada de qué, o qué podía pasar? Preguntas que no me respondí ni aquella noche ni hoy cuando compré el berro en la verdulería.

The last train to London, de Electric Light Orchestra, fue la señal para largar los sanguchitos y formar dos filas, adelante las mujeres y atrás los varones, para bailar al compás del pasito de moda. Punta, punta hacia adelante con el pie izquierdo; punta, punta hacia atrás con el derecho. No sabíamos que al año siguiente nos prohibirían escuchar música inglesa.

Cuerpos a un lado y al otro al unísono. Cuevas señalaba la pista y se reía a carcajadas. De tanto en tanto movía la cabeza arriba y abajo; a un lado y al otro. Los invitados devenidos en bailarines parecían el ballet privado de Cuevas. La púa del tocadiscos saltó a In the Air Tonight de Phil Collins y las chicas se acercaron a la mesa, formaron rondas a la espera de que el galán de turno las sacase a bailar. Habían empezado los lentos. Cuevas se paró y avanzó unos pasos hacia el centro del garaje. Las chicas se acurrucaron contra el rincón más alejado de él y me llamaron a los gritos. Cuevas giró apoyado en su pie izquierdo y dobló el lomo al compás de la música. Los chicos lo rodearon y empezaron a aplaudirlo. Cuevas se zarandeó hasta caer de cola al piso.

Tuve que romper la ronda de los chicos, que se descostillaban de la risa, para ayudarlo a levantarse. Se colgó de mis hombros y caminó sin resistencia hasta su silla. Si respiro muy profundo, todavía me viene el olor a vino tinto y colonia PIBES.

Cuevas manoteó la otra caja de tetra y, aunque mis dos compañeros le pidieron que se coma un sanguchito antes de empinársela, no les hizo caso. Los lentos seguían, los chicos elegían pieza a pieza con quién bailaban y las chicas a las que no invitaban, mientras acumulaban esperanza, planchaban y se arrinconaban cada vez más cerca de la puerta de salida.

Cuevas se revolvía en su silla y no se despegaba de la punta de la mesa en la que mi compañero, amigo suyo también, ponía la música. Después de pasarse como agua los dos tetras que se había traído me preguntó si mis abuelos no tendrían algo más fuerte para pasar ese momento.

- ¿Te duele algo?

- No. Pero me da calor. ¡Mirá, chapan!

Le di un golpecito suave en el hombro y le pregunté si a él le gustaba bailar. Se puso más colorado de lo habitual y me preguntó si estaba loca y, quién iba a querer bailar con él. Levanté los hombros y no intenté ninguna respuesta. Tampoco yo bailaría. Another day in the Paradise sonó y volvió a pararse, pero esta vez, se quedó al lado de su silla, esperándome.

Le traje un licor de anís 8 Hermanos que saqué de la despensa de la cocina de mi abuela. Me agarró la mano en la que tenía la botella y no me la soltó por un rato. Me apuré a librarme de él y a dejar el licor al lado de las dos cajas de tetra hechas un bollo.

- No me contestaste - dijo.

- ¿Qué cosa?

- ¿Quién querría bailar conmigo? ¿Vos? - dijo.

- Estas chetas seguro que no - le dije cerca del oído.

Cuevas largó la carcajada y a los gritos repitió varias veces la palabra: cheta y la última vez dijo: chotas. Las chicas lo escucharon y otra vez me llamaron para que fuera a su ronda. No lo conocían y cuchicheaban mientras comían y tomaban Coca-Cola. Volvieron a la carga con sus preguntas sobre qué hacía él ahí y si no era peligrosos. Mientras trataba de convencerlas para que no se fueran Cuevas contaba la historia de su pelea con el chancho en el centro de la ronda de los chicos.

Hablaba cada vez más alto, lanzaba carcajadas y escupía en el suelo. Mi compañero DJ tuvo que subir el volumen de los bafles al máximo para tapar a Cuevas que largaba frases en las que mezclaba palabras, letras y sentidos. Los chicos imitaron el berrido del chancho, caminaron en cuatro patas por el garaje y lo chumbaron a Cuevas para que se defendiera. Él giraba a un lado y al otro intentando agarrar a alguno de los chicos para terminar de contar el cuento que, aquella vez, terminó en que se hacía una parrillada de cerdo.

La música seguía, pero el baile no. Las chicas miraban las agujas de sus relojes. Mi abuela me había dado permiso para terminar el asalto a las doce de la noche y faltaban diez minutos. Se les terminaba el tiempo para conquistar o morir en el intento. Los chicos dejaron el juego con Cuevas y salieron a buscar chicas cuando mi compañero DJ anunció que iba a pasar los últimos temas.

La semana que siguió al asalto, las chicas feas o desabridas le echarían la culpa a Cuevas de su mala suerte y de no haber podido bailar ni un solo tema. Los chicos tímidos o sin interés en las chicas, le echarían la culpa a Cuevas por distraerlos con sus cuentos.

A “Rosanna” de Toto, le siguió “Eye in the Sky” de The Alan Parsons Project. En la pista quedaron dos parejas. Las chicas juntaron los platos que tenían que devolverle a sus madres y los chicos los envases de gaseosa.

- ¿No bailaste? -dijo Cuevas y me di cuenta de que me había pasado toda la noche de un grupo a otro y que nadie me había invitado a la pista. Mis dos amigos tampoco habían bailado. Uno porque se encargó de la música y el otro porque se ocupó de Cuevas. Me acerqué a él para decirle que ya estábamos por terminar el asalto. Mi compañero le mostró la hora en su reloj pulsera y le dijo que ya no le quedaban discos para pasar. Cuevas me dio la mano y, si soltármela, me agradeció. Para no caerse se agarró del picaporte de la puerta del garaje de mi abuela y nos dijo:

- Al final, ustedes son más amargos que el berro.

Seguimos yendo a la esquina de Cuevas los siguientes viernes de ese año. No hice más asaltos en la casa de la abuela y, a los pocos que nos invitaban a mis compañeros y a mí, íbamos para planchar. Cuevas se la pasaba pidiéndome más licor 8 Hermanos, pero sólo una vez le pude robar a la abuela otra botella.

 Al verano siguiente mis dos amigos y yo nos fuimos a estudiar a La Plata. En una de nuestras visitas a la familia nos volvimos a encontrar con él. No le entendimos bien qué nos decía. La lengua se le trababa y cada dos palabras aspiraba mocos y escupía. Nos contó que el berro no se vendía como antes porque la gente prefería comer achicoria o rúcula. No nos hizo ningún cuento. No preguntó por nuestras vidas. No me pidió licor 8 Hermanos.

Voy para el cementerio municipal con las ventanillas del auto abiertas. Me bajo con el paquete de papel de diario y busco la tumba de mi abuela. Le dejo un ramillete de berro. El otro, lo pongo contra la lápida de Cuevas.