Pinceladas literarias: Carpintera

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra

Pinceladas literarias: Carpintera
Pinceladas literarias: Carpintera

Vía Tres Arroyos presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un nuevo cuento de su autoria.

Carpintera

En el jardín de la casa de mi madre, las rosas se fueron en vicio y tienen espinas filosas. Hace tres meses, desde que ella murió, que crecen guachas. No había vuelto a entrar. La última vez fue cuando ayudé a los enfermeros a cargar el cuerpo de mi madre a la ambulancia.

La semana pasada mi cuñada me mandó un WhatsApp: “A nosotros nos vendría bárbaro vender la casa de tu madre Alejandra, vos estás soltera, por ahí podés esperar, pero nos está quedando chico el departamento para toda la indiada”, dijo. Antes de venir pasé a buscar la llave por lo de mi hermano. Yo nunca tuve una copia. Es la primera vez que mi madre no sale a abrirme.

Empujo la verja que se traba con las raíces que crecieron descontroladas. Le pego una patada y cruje. La ventana octogonal de la oficina de mi padre, al lado de la puerta de entrada, da a la calle. Los vidrios cubiertos por polvo de los últimos dos meses, del pegote de gusanos y lluvia, parecen reflejar el rostro de mi madre. Como cuando la veía levantar las cortinas antes dejarme pasar. Escribo con los dedos su nombre sobre el vidrio frío. Despejo las telas arañas y la puerta rebota contra un hormiguero. No hay olor a nada, debería haber, por lo menos, a casa cerrada. Pero no, no hay olor a nada.

Mi madre se levantaba a las seis de la mañana para preparar el desayuno. Nos despertaba, a mi hermano Alberto y a mí, con un beso. La humedad de sus labios se ensamblaba perfectamente con el aroma a café con leche y tostadas. Mientras servía las tazas, abría y cerraba la heladera; separaba los alimentos que iba a necesitar para preparar la cena, porque el almuerzo lo dejaba listo la noche anterior, y nos daba indicaciones sobre qué hacer a la salida de la escuela. No recuerdo dónde estaba mi padre mientras ese torbellino militaba la cocina. Tal vez leía el diario.

 A las ocho, todos los días excepto los feriados y domingos, mi madre bajaba del colectivo de la Línea 140 que la dejaba en la esquina del Correo Central donde trabajaba. La nube de guardapolvos azules subía la escalera, fichaba y montaban los diferentes ascensores rumbo a las secciones destinadas. En el tercer piso mi madre pasaba sus días iguales a todos los días. Se encargaba de la distribución de los bolsones con cartas para que las empleadas del segundo piso las clasificaran según la comuna a la que debían ir, y de ahí, al subsuelo para que los carteros hicieran el reparto. Olíamos a mi madre antes de que cruzara la puerta de entrada a casa. Traía adherido el aroma a tinta y cartas.

Mi cuñada lo convenció a mi hermano de que yo era la indicada para levantar la casa, elegir qué tirar y, eventualmente, así dijo Alberto, vender los muebles que se puedan. Ellos se encargaron de contratar al fletero y a la inmobiliaria que venderá la casa.

Cierro los ojos aturdida por el silencio. Recorro la cocina, la despensa, el garaje, el baño de abajo. Abro las alacenas, el despensero y los bajo mesadas. En cuclillas suspiro y enumero mentalmente los objetos. Es como si una ola de ternura me pasara por arriba cuando enfrento el orden de mi madre. Todo en su lugar, por colores, por utilidad.

Busco en la mochila que apoyé sobre la mesa de la cocina unas bolsas de residuos y llamo por teléfono al encargado del flete para avisarle que pase en media hora a buscar las cosas de mi madre. “Usted ocúpese de lo que considere importante, nosotros llevamos canastos grandes”, me dijo el hombre del otro lado de la línea. ¿Lo importante? ¿Qué sería? ¿Entrará en estas dos bolsas?

Encaro la escalera de madera cubierta por una alfombra raída que me deposita en el hall de entrada a las piezas y en el baño de arriba. De reojo miro nuestro cuarto, todavía tiene el tapiz de Disney desgastado. Me meto en la pieza de mis padres. Levanto las persianas, el sol de mayo asoma como en el veinticinco, pero sin más parafernalia que su propia estirpe de rey de reyes. Paso mis yemas por los adornos que están sobre la cómoda: Una virgencita negra que le traje de Venezuela, pensé que la había tirado, las estampitas de comunión de los hijos de mi hermano, un portarretratos doble con fotos nuestras y de los nietos, una caja muy bien tallada de madera de cedro. La abro y revuelvo. Encuentro en el fondo, entre las tarjetas de cumpleaños y las de navidad, una carta con el código postal del Correo Central. Doy vuelta la caja sobre el acolchado blanco de flores rojas y tallos verdes despintados, separo el sobre que tiene como remitente al Instituto Superior de Formación Profesional y Oficios N°33. Abro la solapa y saco un papel doblado en cuatro, es un certificado que acredita que Juan Salvador Scurra aprobó el curso de carpintería profesional.

¿Mi madre tenía un amante?

La curiosidad me mata. Hurgo en su placar, en las valijas, en los cajones de su mesa de luz. Encuentro un cuaderno Rivadavia forrado con papel araña rojo, lo apoyo sobre mis rodillas y lo abro en la última página. Sobresale un telegrama pegado en la contratapa en el que mi mamá acepta acogerse a los beneficios del retiro voluntario y cobrar lo acordado. Corroboro algunas fechas, la del telegrama de su retiro y en la que ella dijo que se jubilaba. Hay diez años de diferencia entre una y otra.

Sigo hojeando de atrás hacia adelante y encuentro el recibo por la compra de maquinarias de carpintería por un monto exagerado para la época. Entonces, con todas las dudas desatadas busco la primera página. Hasta la mitad del cuaderno hay listas. Del almacén, de los útiles escolares, una por cada año que fuimos al jardín, a la primaria y a la secundaria; fechas de cumpleaños y regalos; horarios de actividades deportivas mías y de mi hermano; los de entrada y salida de mi padre a su trabajo, al club, los partidos de bochas, los encuentros con sus amigos. También hay, intercaladas, recetas escritas por ella; el folleto de la pastalinda, el de la batidora; una tarjeta de aniversario firmada por mi padre: “Espero que disfrutes junto con nosotros de esta hermosa cocina”.

Justo en el centro del cuaderno, en las páginas unidas por ganchos oxidados, una especie de diario de una sola hoja escrito por mi madre: “Estaba ordenando las cartas para poner en los bolsones del cartero cuando una me llamó la atención. Tenemos prohibido abrir los sobres, o mirar los escritos a trasluz, me hubieran echado si me agarraban.

La metí en el bolsillo del guardapolvo y esperé la hora del descanso para abrirla en el baño. Estaba dirigida a Juan Salvador Scurra, domiciliado en Cerrito 3348 de la capital. Me llamó la atención el logo del martillo y el serrucho cruzados como la esvástica y lo abrí. La revista Lupin le enviaba una recomendación para los subscriptores que quisieran convertirse en carpinteros. Nunca puse la carta en la bolsa, me la quedé para siempre”.

Atrás de ese escrito hay otras listas: Herramientas para carpinteros, dibujos y planos con diseños de baúles, cajas de madera, portarretratos, mesas, bibliotecas. Reconozco la nuestra, la que mamá dijo que le regaló una compañera de trabajo, las medidas, las instrucciones para cortar, lijar, encolar, pintar.

Cerca de la contratapa del cuaderno Rivadavia hay recibos por pagos de un curso a distancia pegados en una hoja tamaño oficio y una nota firmada por la hermana de mi madre. “Silvia, te van a descubrir, no sigas con esto”.

¿Qué cosa nunca descubrimos?

La respiración agitada acelera mis pensamientos y los movimientos locos de mis manos. El polvillo que cubre la cómoda y el respaldo de la cama me hace estornudar. Me ahogo. Levanto la persiana de las otras habitaciones, abro todas las puertas, necesito claridad. En cuatro patas meto medio cuerpo adentro del ropero, despejo las cajas de los zapatos y las abro, reviso uno por uno los mocasines viejos, el par de zuecos que le regaló su amiga holandesa, las botas del año del ñaupa, las crocs que usó los últimos años. Nada, no encuentro nada.

De pie frente al ropero me paso la mano por la cabeza, restriego los ojos como queriendo aclarar o enfocar la vista en aquel orden descontrolado. Suspiro, levanto con la punta de los dedos la ropa, suspiro, pienso que no voy a encontrar nada.

Descubro contra la pared del ropero una carpeta número seis, de esas que usan los chicos en dibujo, y un cofre negro. Me llevo los dedos de la mano derecha a la garganta para calmar los latidos que rebotan contra la piel del cuello.

Las tiras que sostienen las tapas de la carpeta están podridas y se cortan cuando las saco. Adentro hay hojas con planos e indicaciones al pie de metros y centímetros conectados con flechas a cada pieza dibujada. Atrás, una serie de sobres dirigidos a Juan Salvador Scurra con la dirección de la casilla postal que mi madre tenía en el Correo Central. Son folletos con clases de Carpintería y certificados de entregas de trabajos y exámenes finales.

En el reverso de algunas hojas, escribió frases sueltas: “Terminé la cajita para Ale, me llevó tiempo, pero quedó hermosa”. Intercalado hay un papel amarillento que dice: “Confirmamos la entrega de herramientas de carpintería en Azcuénaga 348”. Reconozco la dirección de la casa de mi tía y una nota de ella: “Hermana querida, espero que no te metas en líos, podés venir a trabajar acá cuando tus chicos van a la escuela y mi cuñado, al club, tenés lugar”.

Otras notas sueltas, perdidas entre las hojas y los planos: “Hoy aprendí a encolar, me gusta; Scurra me devolvió la vida; no llegué a tiempo con la construcción de la mesa de luz, fue el cumpleaños de Ale y tuve que hacer su torta, los sanguchitos, preparar la limonada, los alfajores y Raúl no me ayudó con nada; por fin me quedó lista la mesita, la pinté con perritos como los de la Dama y el Vagabundo; no voy a poder lijar esta semana, Raúl invitó a sus amigos a ver la pelea de Monzón en televisión; hice los mandados, cociné, limpié los trastos, llevé a los chicos a la escuela, no tuve tiempo para nada”.

En otra hoja, de un lado el instructivo de un portarretratos doble y del otro, su voz en letras: “Me quedó prolijo, voy a poner las fotos de Ale y de Albertito”.

Exploro el cofre negro y encuentro una carta con la letra de mi madre de un lado y la de mi tía del otro: “Hermana, terminé el curso y ya puedo trabajar como carpintera, voy a dar tu dirección para los retiros de trabajos. Estoy segura de que Raúl no va al club los jueves, su camisa huela a Chanel de mujer. Desde que dejé el correo tengo tiempo para comprar en el supermercado, cocinar y trabajar en tu casa. Mientras, los chicos están en la escuela. No sospechan nada”. Y la respuesta de mi tía: “Cuidate Silvia y dejate de joder”.

Reviso con la vista la baulera que va de pared a pared sobre el ropero. Bajo una valija, la única que quedó después de que mi padre se llevara las suyas. Meto el portarretratos y la cajita de madera. La carpeta, el cuaderno Rivadavia. Reviso debajo de la cama que no se me haya caído ninguna de las cartas que encontré sueltas.

 Bajo a abrirle al fletero y le digo que se puede llevar todo, menos la valija. Vigilo ausente cómo el fletero carga los canastos con las pertenencias de mi madre y asiento ante la pregunta de los obreros sobre quemar los papeles desparramados en su habitación. Espero sentada en el pórtico del jardín de adelante a que terminen. Atardece. Aspiro una pitada larga y me acuerdo de que mi madre odiaba que fumara en su casa. Aspiro varias veces seguidas.

El fletero sube los muebles más aparatosos y me pregunta si no tengo frío o si quiero que me deje una silla.Niego con la cabeza y me prendo otro pucho. ¿Cuántos me fumé? El fletero enciende las luces del camión y acelera. Baja la ventanilla y me grita la dirección del depósito. Asiento. El humo negro que sale del caño de escape cubre el ambiente y la caja del camión. Las cosas de mi madre desaparecen entre esos gases.

Cierro la casa, borro con los dedos el nombre de mi madre que escribí en la ventada de la entrada. Empujo la valija a la vereda y no cierro la verja. Me tomo un taxi en la avenida para llevar las cosas de mi madre a mi departamento. Cuando vuelvo a la calle camino hacia la parada del 140. Una vez que subo al colectivo le digo al chofer: “Al Correo Central, por favor”.