Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un nuevo cuento de su autoría.
Despareja
La noche de aquel primer día de revelaciones ella le dio la espalda y se hizo la dormida cuando él quiso acariciarle la cabeza. La luz de la pantalla del televisor iluminó la habitación y él jugó con el control remoto hasta encontrar alguna repetición de los partidos de fútbol del domingo.
El corazón le latía y tenía miedo de que se escuchara su respiración agitada. Cada noche, hace seis años, ella le preguntaba qué le pasaba. Su terapeuta le había advertido sobre el peligro de empujar a un hombre silencioso e introvertido a decir lo que siente. Todas aquellas recomendaciones cayeron en bolsa rota. Como siempre, pagó de gusto la sesión con la psicóloga y, se tiró de cabeza a la pileta vacía.
Él no regalaba palabras. Si armaba una frase para decir lo que sentía, no volvía atrás. Ella asoció su mirada perdida y el gesto serio con algún problema relacionado con ella.
Había perdonado a su padre las infidelidades que su madre se ocupó de contarle con lujo de detalles; a su madre por trasladar sus frustraciones; a él porque nunca le propuso matrimonio. Pero la confesión que le hizo aquella noche, seis años atrás, no perdonó.
—¿Es algo que dije?
—Ya te dije que no.
—¿Pero, es algo conmigo, no?
—Si
—¿Si?
Él se sentó en el borde de la cama matrimonial y apoyó la cabeza entre las manos. Ella estaba de pie debajo de la puerta de la habitación. No lo interrumpió como hacía cada vez que no quería escuchar lo que tenía para decirle. Pensó rápido. Si él le decía que la dejaba, qué iba a hacer. ¿Podía pagar el alquiler sola? ¿No iba a tener sexo, por cuánto tiempo más? ¿Qué iba a decir en su trabajo? Su voz interior sonó más fuerte que la de él que, casi siempre, era imperceptible, así que se perdió la primera parte del discurso. Sintió el cachetazo en la cara como cuando sale a la mañana temprano a la vereda y el viento la castiga.
- ¿Escuchaste?
- Dijiste que el problema era yo
- No, lo otro que dije
- ¿Qué?
Él se levantó y la empujó a un costado, salió de la habitación para la cocina, se sirvió agua del dispenser y, cuando quiso volver, ella le cortaba el paso. No sería la primera vez que no escuchaba lo que su marido le decía.
Ensayó alguna mentira con dos o tres palabras que había pescado a la pasada, balbuceó, sonrió nerviosa y le pidió, agachando la cabeza, que le volviera a explicar qué pasaba.
- Te dije que hace meses que busco en mi cabeza ese sentimiento que tenía por vos.
…
- No lo encuentro, no está, estoy seguro de que no te amo, ya no.
Aquella noche, seis años antes, él terminó su vaso con agua y ella esperó sentada en la cama que él terminara de dar las razones sobre las caras largas y la falta de ganas de nada. Hubiera preferido el volumen del televisor al mango que el silencio incómodo que se metió en su cuarto. Él buscó el celular que había dejado sobre la mesa de luz y escribió un mensaje.
—¿Ahora?
— Le prometí a Juancho que cuando pudiera soltar lo que me martillaba la cabeza, se lo iba a contar.
— ¿Ahora?
— Juancho ya sabe
— ¿Qué sabe? ¿De verdad le escribiste, ahora?
Las semanas siguientes ella cocinó, se ocupó de los mandados y de que él tuviera la ropa de fútbol lavada y lista todos los sábados. Compró ropa de encaje negro y lo sedujo todas las noches. A las siete de la tarde empezaba a mirar cada quince minutos el reloj de la cocina. No soportaba el tiempo que faltaba para la cena. Le daban palpitaciones, ganas de llorar y sacudía contra la mesada los ingredientes con los que prepararía la cena. Cada noche los mismos sentimientos: para qué esmerarse tanto, mejor que se termine y listo, qué hago en la cocina.
De a poco él retomó el ritmo habitual de jefe de cocina, la ayudó a hacer los mandados, a tender la ropa y a cuidar el jardín. Ella dejaba que el volumen del televisor la aturdiera, cenaba en silencio y, con el último bocado, se internaba en la cocina a lavar las ollas, la planchuela de hierro y los platos que chorreaban grasa.
Cada dos o tres sesiones de terapia hablaba sobre el tema del desamor. Pensaban juntas si ella alguna vez había amado a alguien. Quería convencerse de que podía pagarle con la misma moneda. Se preguntaba qué les había pasado. Por sugerencia de su psicóloga repasó los primeros dos años de su relación.
Se habían conocido en la pileta del club el verano del 2015. Ella se había separado cinco meses antes de su pareja cama afuera y él de su esposa por más de veinte años. Los presentó un amigo en común que, en realidad, los puso en contacto a través del Facebook. Para ella aquellas charlas se tornaron un recreo imprescindible. Descubrió que podía ser muy graciosa a través de la escritura, todavía el auge de los audios no había llegado. Imaginaba historias que relataba con humor y hablaban de todo menos de amor o nada que se le parezca. Tampoco de sexo.
Él tenía muy buena ortografía, la puntuación impecable y la coherencia en su discurso típica de un gran lector. La oralidad no era lo suyo y, ya cuando vivieron juntos, descubriría que no se trataba de timidez, sino de postura frente a la vida. No regalaba pensamientos y le gustaba contar anécdotas sobre sus amigos del fútbol o de alguien que apenas conocía. Nunca hablaba de sí o de lo que sentía. En el mismo tono uniforme y aspirado podía relatar una jugada del último partido como hablar de la pena que le daban los hermanos que no se hablaban o de los hijos enojados de por vida con sus padres.
A ella, esa moral intransigente le pareció surrealista. No conocía mucha gente que pensara siempre bien de los demás, que dudara de todas las buenas intenciones desmedidas o que no se molestara por lavar el toallón o los repasadores por meses.
Él aceptó ir a vivir a la casa de ella y así, ahorrarse el alquiler y repartir los gastos. Tardaron más de un año en adaptarse a los roles: a las costumbres de ella de invitar amigos a cenar sin estimar un número que le permitiera a él calcular la comida que tenía que hacer; al trabajo de ella sin horario y a sus discusiones telefónicas con el jefe; a la forma de comunicarse de manera asertiva y escueta.
Él eligió la cocina y ella se integró al resto de la casa; en la habitación, reinaba por períodos alternados. Los compromisos de trabajo y la atención de hijos adolescentes, casi adultos, los absorbieron o eso se dijeron las pocas veces que tocaban el tema del desgano o de la falta de deseo. Ella le echaba la culpa a la menopausia y él no acusaba recibo.
La economía familiar tuvo altibajos. Viajaban separados, juntos; salían de vez en cuando a cenar, se hacían regalos. Dejaron de preocuparse por elegir películas para ver juntos. La solución fue comprar con el aguinaldo un televisor para la habitación que les permitiera disfrutar del cine al que cada uno adhería, sin molestarse.
Su terapeuta le había pedido también que pensara por qué ella nunca traía a la sesión alguna pelea o discusión de pareja. Porque no la tenían, dijo. Se fue de ese encuentro con la tarea de buscar entre sus pensamientos alguno que explicara: por qué el desamor era su único tema de preocupación.
Prefirió hacer algo menos espiritual, más pragmático. Buscó, en los chats anteriores a la noche de la revelación, cuándo había sido la última vez que él le había escrito: te amo. Lo encontró seis meses antes de la charla. A la siguiente sesión le contó a la terapeuta que había ensayado frente al espejo saludos alternativos. En lugar de decir: ¡Hola, mi amor!; chau, querido; gracias, te quiero; se concentró en evitar u olvidar esas fórmulas que cambió por: ¡Hola, Eze!; chau, Negri; gracias, buena jornada. Lo mismo aplicó a los escritos.
Una noche, como tantas otras, él llegó de trabajar y se acercó para besarla. Ella giró la cara, se negó al beso en la boca y sonrió nerviosa como cuando era niña y su madre la pescaba robando de la alacena las masitas con formitas de animales. Igual que en aquellas ocasiones, sabía que la había agarrado con las manos en la masa. Sólo le quedaba sonreír e inventarse alguna excusa rara, como que no quería que la pinchara con su barba. Así lo hizo.