Pinceladas literarias: “más problemas que los Pérez García”

Un nuevo cuento de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “más problemas que los Pérez García”
Pinceladas literarias: los Pérez García

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un nuevo cuento de su autoría.

Más problemas que los Pérez García

El portazo hace estallar los vidrios. Tironea el sobretodo para zafar del marco de la puerta y en la vereda se anima a gritar: ¡loca! Corre hacia la esquina. No se da vuelta, no escucha insultos ni nada que le haga pensar que ella lo seguiría. Toma aire apoyando las manos en sus rodillas.

- ¿Estás bien, querido? — pregunta la vecina que barre la vereda.

- Si, no se preocupe doña.

- Pero, andás en pantuflas.

- Sí, sí. Voy a lo del viejo.

Suena la sirena de la fábrica Istilart que le recuerda que faltan quince minutos para entrar a trabajar y él está en pijamas. Se le cruzan dos ideas: o ir a la casa de su madre, que vive a tres cuadras, y pedirle ropa del padre o presentarse así a trabajar y contar la verdad. Las dos le parecen una proclamación de guerra. Piensa que el jefe de planta le dirá: Hombre grande, tan boludo. O algo parecido. Sin el respeto de sus jefes no tendrá el ascenso y, sin el ascenso terminará como su padre, atendiendo el boliche del barrio.

Golpea las manos en el porche de entrada de la casa paterna. A su madre no le gusta que se mande a la cocina sin su permiso. “Mirá si me agarrás en paños menores”, decía. Ella levanta la cortina del boliche y le hace señas para que se meta por el pasillo del costado y entre a la cocina.

— ¿Qué es esa facha? ¡Estás loco! Los vecinos van a decir que te volviste loco como tu tío Carlitos.

—¿Qué pasa con Carlitos? ¿Trajiste noticias suyas, hijo?

— No, no, papá. Siga durmiendo, antes de irme paso por la pieza y lo saludo.

Le pide a la madre una camisa, un pantalón y algún pulóver del padre. El sobretodo ya lo tiene puesto. Suplica para que no le haga preguntas, señala el reloj. Faltan cinco minutos para que los empleados de la fábrica hagan la cola para anotar presente en la ficha que guardarán enrollada en su clava de madera. Si pasa el supervisor y en la mesa de asistencia falta la suya, le descontarán el día, aunque se apersone más tarde.

— Mamá, por favor le pido. Espéreme con la comida lista que a la salida del trabajo le cuento todo. Ahora, le ruego, vaya a buscarme la ropa.

—¿Está Carlitos? Lita, ¿dijiste que vino Carlitos?

— No, papá. Soy yo. Carlitos está en el hospital. ¿Se acuerda? Mamá, por Dios, alcánceme lo que le pedí.

A la hora del descanso se reúne con sus compañeros en la matera. Evita hablar de nada que tuviera que ver con su mujer y tampoco da explicaciones de por qué tiene iniciales que no son las suyas bordadas en el pulóver.

Después del último pitido de la sirena que anuncia el final de la jornada laboral en la fábrica, pasa por su casa. Golpea la puerta, había dejado las llaves en el bolsillo del pantalón de trabajo, en su pieza.

— Graciela, Graciela — dice casi susurrando. Espera un rato y se acerca a la puerta de entrada a su casa. Apoya la boca en la hendija que nunca terminó de lijar para que cerrara bien y la llama.

— Ya sé que estás ahí. Escucho la máquina de coser. Dale, abrime. Dale que los vecinos me están mirando.

— Andate, o llamo a la policía.

— Graciela, por el amor de Dios. Qué les vas a decir. Esta es mi casa.

— Andate, cara dura. Andate.

Espera un rato en la vereda. Puede pensar mejor con el viento en la cara, pero tiene que volver a entrar a su jardín para que su compañero de la fábrica y vecino no lo vea rondando como si pasara algo malo.

—¿Te olvidaste la llave, Aurelio?

—¡Soy un chambón! ¿Podés creer?

—¿Pasá, esperá en casa a que llegue la patrona. Tomate unos mates.

—Gracias, aprovecho y me voy al boliche a saludar a los viejos. Graciela debe estar en la peluquería. ¡Viste! Le dan a la lengua y se olvidan de sus mariditos.

Camina hasta la casa de sus padres con las manos en los bolsillos. Tiene unas ganas locas de fumar. Puede sentir el gusto del tabaco dando vueltas en la boca, el humo haciéndolo llorar. Tantea el bolsillo del sobretodo y cuenta con los dedos cuántos cigarros le quedan. Pero tendrá que esperar, a su madre no le gusta el olor a tabaco y no quiere darle otro motivo más para rezongar.

El boliche está lleno de gente, así que, para no tener que saludar a nadie, salta la verja del costado, cruza el pasillo y se mete a la casa por la cocina de atrás. La pava humea arriba de la hornalla. De parado ceba uno, dos, tres mates y se come un pan mordido con manteca que seguramente dejó su padre. En la cocina sólo caben tres sillas y una mesa redonda. Tuvieron que robarle espacio para agrandar el living que, con la indemnización que le pagaron al padre, convirtieron en boliche de barrio.

Dos años después, por las broncas acumuladas, como dice su madre, el padre tuvo un derrame cerebral que lo dejó postrado. Cuando internaron a Carlitos, el hermano del padre, que enloqueció cuando su mujer lo dejó por el mejor amigo, se ocupaba de los trámites. Compraba los remedios, ayudaba a su madre para bañarlo y los acompañaba a almorzar los domingos.

No había tenido hijos y, la pelea entre su madre y su esposa por ese tema, lo condenó a ser el único comensal en la mesa de las pastas domingueras. Su madre no volvió a visitarlo desde aquel día, hace seis años, en la que fue con el padre a conocer la casa que él había comprado con un préstamo.

Su esposa los esperó con una torta de manzana y té. Los invitó a recorrer las dos habitaciones, la cocina y el jardín. Hablaba rápido como esperando que nadie la interrumpiera. Describió los colores de las paredes como si los padres de su esposo fueran ciegos, los pisos que no había podido elegir porque ya estaban en la casa y les enseñó los planos de una ampliación futura que ella misma había dibujado en un cuaderno de tapas duras. Cuando volvían de la habitación matrimonial, la madre de él entró en la otra que estaba vacía.

— Si no te apurás, ésta va a ser la pieza de depósito.

— Suegra, por favor. Ya sabe, no podemos todavía.

— Espero que no estés fallada, querida.

— Mire, mejor dejamos el té para otro día. Ya les mostré todo, nos vemos otro día.

— Vamos, Lito. Acá ni con mate te convidan.

Él salió atrás de sus padres, le recriminó a la madre por su lengua floja y le dijo que no volviera a preguntar por los hijos que, como ya le había contado varias veces, los médicos les aseguraron que no tendrían. Cuando volvió su esposa tiraba la torta al tarro de la basura y volcaba el té recién hecho en el lavabo. Lloraba y no se entendía nada de lo que decía. Palabras que le salían ahogadas, como trabalenguas, guturales, incomprensibles. Él le puso la mano en el hombro y ella lo movió para sacárselo de encima.

— Podrías haber dicho algo. Vieja de mierda.

— Es mi madre, por Dios. Son viejos. No entienden.

— Vieja de mierda.

Su esposa no volvió a hablar con sus suegros. Desde aquel día él pasaba todas las tardes por el boliche a saludar a sus padres y los domingos se sentaba a comer las pastas. Después del almuerzo se iba con los vecinos a la cancha a ver a Villa del Parque, su equipo de fútbol. Pasaba por el bar del club y se tomaba unas grapas antes de volver a su casa.

Tiempo suficiente como para que la madre de su esposa, que la acompañaba los domingos, se hubiera ido. Volvía con la luna asomándose por el ciruelo que habían plantado con su esposa cuando se mudaron. Ella dejaba sobre la mesa una olla con las sobras del mediodía tapada con un repasador cuadrillé, un pedazo de pan fresco y una botella con agua. Él comía despacio para darle tiempo al locutor de LU3 radio Nacional a que presentara su programa favorito.

Su madre lo había iniciado en el gusto por el radioteatro. Tenía siete años y se sentaba al lado de ella después de cenar y escuchaban juntos Los Pérez García. Su esposa tejía mientras él escuchaba noche a noche los capítulos que al día siguiente comentaría con su madre. Los años que siguieron a la pelea con sus suegros, su mujer no lo volvió a acompañar a escuchar el radioteatro. Buscaba el tejido, llevaba la estufa a kerosene para la pieza y se acostaba. Él hacía tiempo en la cocina para llegar a la pieza después de que ella estuviera dormida.

Empezó a volver cada vez más tarde los domingos. Pasaba el día en el bar comentando las jugadas polémicas del partido, los jugadores nuevos de su equipo, los penales que no fueron. Se prendía en todas las partidas de truco y comentaban las novedades del barrio con la cantinera.

— Siempre andás así de tristón.

— Qué voy a hacer. Los viejos están jodidos.

—¿Y, tu mujer no te da una mano?

— Dejá, no quiero hablar de ella.

Esta mañana se levantó con resaca. Ella ya estaba en la cocina calentando la pava para el mate. Como todos los lunes él se afeitó, hizo buches con bicarbonato y se sentó frente a su mujer que le dejó el mate cebado en el centro de la mesa. Como todos los lunes él prendió la radio para escuchar los resultados de los partidos nacionales. Su mujer estiraba con las manos las arrugas del mantel y suspiraba. Recibía el mate y cebaba: para él sin azúcar. La mirada fija en la ventana que daba al jardín de entrada a la casa.

Antes de ir a la pieza a vestirse a él se le dio por ser cariñoso. Lo conmovieron las batitas de bebé que su mujer había tejido para otros, los ojos tristes y las manos arrugadas de tanto fregar con lavandina. Se paró a buscar la pava y le cebó otro mate a su esposa. Ella levantó la vista y frunció el ceño con un signo de pregunta.

—¿Estás enfermo, o te dura el pedo?

— Dale, tomá. Se te enfría.

— Andá a vestirte que llegás tarde.

— Dale, tomá

— Dejame de joder

— Dale, tomá.

— Dejame

— Dale, Silvia, está calentito.

—¿Silvia? ¿La cantinera?

El mate voló por el aire y la yerba cayó como lluvia fina sobre el mantel floreado. El agua verdosa chorreó hasta el piso y él se patinó en la corrida. Ella le revoleó la pava, una silla y lo echó a los gritos. Él manoteó el sobretodo antes de que ella diera el portazo.

— Silvia y la puta que te re parió.

Intentó convencerla para que le abra y lo deje vestirse. Sonó la sirena de la fábrica Istilart y le quedaban pocos minutos para que cerrasen las puertas y no pudiera fichar a horario. Corrió para la casa de sus padres y se quedó sin aire. Su madre le alcanzó la ropa del padre y salió a despedirlo. Le recordó que esa noche pasaban la repetición de los Pérez García. No volvería a escuchar el radioteatro solo.