Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina pereyra, en esta ocasión con un cuento de su autoría:
Olor Mortal
El cáncer huele. Ella lo sabe. Deja que los pacientes la acaricien. Cuando le tiran los pelos de la frente para atrás parece que sonríe. En el fondo de sus ojos redondos y saltones, la oscuridad. No mira de frente a los que llegan a la clínica esperando un diagnóstico. Si apoya la cola sobre sus patas traseras, estira las delanteras y baja la cabeza, hay sentencia.
Levanta la cabeza con el chirrido de la puerta de entrada a la clínica y se lanza a los pies de todos los que llegan. Ronda entre sus piernas, salta y apoya las mejillas contra sus manos, corre a buscar su pelotita de plástico. Los pacientes nuevos la siguen con la mirada y caminan despacio para no atropellarla. Mueve la cola cuando la recepcionista o el enfermero completan sus platos de agua y de alimento. Cada vez que emite un juicio inapelable, le dan una golosina.
El desayuno es más rico cuando el doctor, antes de entrar a la clínica, pasa por la panadería. Le convida unas migajas muy dulces de una masa blanda que él se mete a la boca mientras prende la computadora. Ella salta y hace ochos entre sus piernas, toma agua y se seca la trompa chata en la alfombra de la sala de espera. Corre la cortina para mirar por la ventana la soledad de la mañana.
Ella preferiría correr por el parque como su amiga Blanquita, la perra de la vecina, y no hacer el trabajo para el que la entrenaron. Cada mañana, cuando la ve, jadea y se le caen las babas en el cantero frente a la clínica donde se encuentran. Charlan sobre lo suave que es el almohadón nuevo de Blanquita que también es chiquita, tiene rulos blancos y un pompón en la punta de la cola.
Se pelean por olfatear el tronco del árbol limpiatubos salpicado con las feromonas que atrae sus deseos marchitos. Las castraron cuando tenían un par de meses. Comparten la tristeza de la ausencia. Dos vientres vacíos de vida, completos de órganos insensibles a otra cosa que no sea latir, absorber, desechar, ingerir. No habrá otros corazones envueltos en bolas peludas para alimentar. Las tetillas, secas.
Para que no le cuelguen esa soga molesta alrededor del cuello sacude la cabeza a un lado y al otro y, si no la sostienen, sale corriendo. Todavía le duele el tirón de correa que le dio el doctor cuando persiguió a un nene que caminaba delante de ellos. Estaba entrenada para detectar el olor a cáncer y él lo tenía. Casi se queda sin aliento. Tuvo que toser para que el aire le entrara por la boca. No volvió a olfatear a ninguna persona en la calle.
Blanquita nunca entra a la clínica. Su amistad es de puertas afuera. Se saltan, se montan, se olfatean. Van juntas al cantero y se abren de patas para marcar su pequeño territorio. Donde ellas hacen pis no crece nada. Corren unos metros hacia la esquina, pero ni bien escuchan sus nombres vuelven.
Las caricias del enfermero las hacen obedecer y sale cada una para su lado cuando él se los pide. Frota su hocico contra el de Blanquita, la ronda y no se despega de su lado hasta que la vecina le pone la correa y se despiden moviendo la cola.
Ella trabaja en el consultorio hasta el atardecer. Entre turno y turno se mete en la oficina del doctor y le lame las manos. Se le estremece el cuerpo cuando él la acaricia. Llorizquea y se le escapan ladridos roncos cuando no puede pararse a saludarlo.
Los pacientes esperan el diagnóstico del doctor que le enseñó a quedarse sentada de espaldas a ellos, con la cabeza entre las patas delanteras. Si huelen a cáncer no se puede levantar. La enfermera la libera de su marca cuando el doctor se lo ordena haciendo morisquetas raras con la cara. Ella no vuelve a su almohadón hasta que se va el último paciente. Corre por toda la sala de espera vacía, olfatea debajo de las sillas que le indica el doctor y se pega a la ventana para esperar a Blanquita.
Siente su olor y sabe que está cerca. Pega la trompa contra el vidrio y le muestra los dientes torcidos cada vez que Blanquita vuelve de la verdulería con los bigotes manchados de jugo de mandarina. Le contó que aprovecha a comerse las que se caen detrás de los cajones.
A la tarde las espera cuando la vecina la lleva a que haga pis y caca en la plaza. Las ve pasar, saluda con ladridos y saltos que marcan sus huellas en la ventana. Mueve la cola, aunque no la vean. Siente cuando están por volver a su edificio. Gruñe y ladra cuando Blanquita pasa embarrada, con abrojos colgados en los pelos, sacudiéndose las pulgas que le pegan otros perros. Le tiemblan los bigotes de rabia cuando no puede despegarse de los pies del paciente al que le marcó el olor.
Dos días seguidos la esperó con el hocico pegado al vidrio. Se entretenía dando vueltas entre los pacientes del turno de la mañana, los que ya estaban diagnosticados, saltaba y se pegaba de nuevo a la ventana por si las veía pasar. La esperó en el cantero, escarbó, buscó el hueso que enterraron juntas, pero no apareció.
No vio a la vecina salir con el carrito de los mandados, ni con la escoba para barrer. Blanquita tampoco asomó su trompa. Igual que ella, no tenía permiso para andar suelta y sola. Le mostró los dientes al enfermero que le dio golpecitos en el lomo para que apurara el pis en el cantero. Se bajó a la calle y lo miró desde sus ojos saltones. No iba a abrir las patas traseras hasta que no llegara Blanquita. Pero le picaba mucho la cola y no aguantó el pis. Tuvo que agachar la cabeza y entrar al consultorio sin verla.
Al tercer día, cuando las persianas del consultorio se levantaron y el enfermero le avisó que estaba por sacarla a hacer pis, las vio acercarse al cantero. Estaban emponchadas de pies a cabeza, le costó reconocerlas. Dio saltos tan altos que los vidrios temblaron y el enfermero se apuro a abrirle la puerta antes de que rompiera algo.
Ladraron roncas, se olfatearon las colas, giraron hasta que se marearon. Abrieron las patas juntas para marcar el tronco. A la vecina se le escapaba un silbido que a ella la hizo parar la oreja.
Unos días después, durante el turno de la tarde, el de los enfermos sin diagnóstico, levantó las dos orejas cuando vio a Blanquita y la vecina entrar al consultorio. Ella se paró con el lomo doblado, levanto el hocico y movió a un costado la cabeza. Saltó de un lado al otro y se lanzó a a olfateralenla cola. Corrió del escritorio de la recepcionista hasta su almohadón. Le tiró el tarascón al paciente que intentó agarrarla.
Caminó a la par de Blanquita que no se despegó de las piernas de la vecina. Caminaba como borracha y para que no se cayera el enfermero le alcanzó un vaso de agua y una silla. Ella escuchó que la vecina se disculpaba por haber entrado sin turno. También dijo que estaba mareada y que seguro era porque había perseguido a Blanquita por los caminos que recorren los juegos infantiles del parque.
Ella empujó a su amiga con la cola. No podía creer que se hubiera portado tan mal. La vecina contó que como no dejaba de mover el cuello y sacudir la cabeza, fue difícil ponerle la correa. Las dos enfrentaron sus hocicos y los movieron al mismo tiempo. Ella refunfuñó para retarla.
El enfermero le tomó la presión a la vecina y le pregunto más sobre sus síntomas. Dijo que, cuando se agachó para ponerle la soga esa que aprieta a Blanquita, la sien le palpitó y sintió una puntada fuerte en la frente. Sintió el corazón que le latió en la garganta y el sudor le empapó la espalda y el cuello.
Blanquita le dijo que pudieron llegar al consultorio porque la arrastró desde el parque y le insistió para que entrara dando ladridos agudos y agarrándose con las uñas justo cuando pasaron por la puerta. A la vecina se le cayó de la mano la correa de Blanquita que la arrastró hasta el almohadón de su amiga.
Las pacientes la acariciaron y le hicieron cosquillas debajo del cuello. Ella, que había trabajado toda la tarde, sintió celos. Peleó con Blanquita por su lugar entre las piernas de las pacientes y corrió de una punta a la otra. Quería que todos vieran su agilidad y habilidades para frenar antes de chocar el escritorio de la recepcionista. Se trenzaron en el medio de la sala de espera y la recepcionista les pidió que se callaran.
Tironeo de la correa de Blanquita. Ella se paró en seco frente a la vecina. Olfateó el piso desde la puerta hasta donde estaba sentada. Olfateó sus piernas y sus manos. Pasó por debajo de la silla y refregó sus cachetes a ambos lados como cuando se secaba después de tomar agua; la miró de frente y ladeó su cara peluda; levantó el hocico y gimió.
La vecina la acarició y le prometió que cuando se sintiera mejor las iba a dejar quedarse más tiempo en el cantero. Tosió y el pecho le silbó como las últimas veces que se vieron. Ella levanto las orejas y corrió a buscar a Blanquita. La monto por atrás, rodaron por el suelo, la empujó hasta la silla de la vecina, pero Blanquita se echó en el almohadón al lado de la recepcionista.
El doctor salió a despedir a un paciente y le hizo a la recepcionista esa morisqueta rara que le sale cuando le pregunta con la cara si marcó a alguien. Ella giró y se sentó al lado de las piernas de la vecina dándole la espalda. Gimió, sacudió el cuerpo, olfateó y se apoyó sobre sus patas traseras; estiró sus patas delanteras y apoyó su cabeza hacia adelante. El cáncer huele. Ella lo sabe.