Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas Literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra. En esta ocasión con un cuento de su autoría: “Osario”.
Osario
El cajón de su madre flota por el cementerio. La lluvia torrencial de anoche se filtró por las hendijas del féretro más pedorro que había en la funeraria. La tierra cedió y el agua empujó. El cuerpo de su madre con cajón y todo pesó menos que las fuerzas del inframundo.
- En esta familia siempre terminamos desenterrando muertos
- No me quedó otra.
Los empleados municipales estuvieron ocupados en otros trabajos menos espirituales. Los mandaron a juntar las ramas y los ladrillos derrumbados tras el paso del tornado que arrasó con lo que pudo. Y, sin comerla ni beberla, la pagó su madre. La prioridad fueron los vivos. Los muertos esperaron su turno.
Mientras llega la cuadrilla de rescate, la encargada del cementerio revisa los daños. Camina por los senderos angostos saltando ramos de flores de plástico, pedazos de mampostería de los monumentos más viejos, floreros hechos con la cola de la botella de gaseosa, cuadros descoloridos con caras de los años treinta. Alza lo que puede de la correntada que la empujaba como si no la quisiera cerca. Hunde sus botas de lluvia y se sostiene de una de las cruces más altas. Desde ahí hace el recuento visual de las pérdidas.
El cajón de su madre anda desbocado chocando tumbas y floreros a su paso. La encargada del cementerio lo descubre al levantar la vista hacia el sector más barato.
Es un predio que quedó libre cuando mudaron la perrera al lote cercano al basural. Nivelaron el terreno, taparon los pozos y le cobraron al contribuyente la tasa de mantenimiento más baja. La gente no nacía con tanta frecuencia como en los años más prósperos del pueblo, pero se moría de buena gana. Acomodaron en esas tierras los cajones de los que querían pagar lo menos posible y no les daba la cara para meterlos en el fuego.
La encargada sube la capucha de su piloto amarillo refractario, salta por arriba de tres tumbas y llega al lugar del hecho. El cajón gira sobre el remolino en un río que baja desde el portón de entrada hasta los álamos que hacen de cerco perimetral.
A ella le suena el celular a primera hora. Había registrado su número cuando tramitó el entierro. La encargada del cementerio le avisa que el cajón de su madre quedó flotando después de la lluvia y le pide que vaya para hacerse cargo. Deja el mate empezado sobre la mesa de la cocina, se calza los botines, agarra la mochila y el paraguas. Arriba del auto mensajea a su hermano y le ordena ir al cementerio. No chequea la respuesta, pone primera y le mete pata.
La encargada la espera a mitad de las escalinatas. Le hace señas para que estacione frente a la reja principal. Total, a quién se le podría ocurrir visitar a sus muertos después de semejante tormenta. Ella abre el paraguas y le ofrece refugio a la mujer del cementerio que chorrea agua. Las dos salen para el sector donde se supone que su madre descansa en paz.
El cajón está atrancado. La manija de la cabecera enganchó la punta de la tumba de un borrachín al que le hicieron lugar en la ex perrera. El tirador del costado derecho se incrustó contra la placa del monumento que le hicieron de oficio al usurero del pueblo. El agua corre furiosa debajo del féretro y sale por los agujeros de la madera podrida.
La encargada le explica que el cementerio municipal no tiene nada que ver con esa catástrofe. Que seguramente otras lluvias habían socavado la tierra o que justo su madre había caído en el pozo hecho por algún perro. Habla de la calidad de las maderas, del precio de ese lugar que habían elegido y larga la sentencia.
- Hay que exhumar.
El hermano de la chica llega media hora después. Le recrimina el tono del mensaje que le mandó y que tuviera que pedir permiso para llegar más tarde a su trabajo. Juntos se acercan al cajón y con una rama intentan desengancharlo. La encargada del cementerio les pega el grito y les pide que esperan a los empleados.
- A mamá le gustaba bañarse a la noche
- Debe estar empapada
Por la entrada principal aparecen cuatro hombres vestidos con pilotos amarillos como la encargada. Uno trae un rollo de soga colgando de su hombro, otro dos palas en cada mano, los demás cargan bolsas negras. Llegan donde están ella y su hermano y les piden espacio para maniobrar. Enseguida se lanzan al rescate.
A su hermano se le escapa una risa y ella lo codea tan fuerte que tambalea sobre la tumba de un indigente. El tipo de la soga estira su cuerpo todo lo que puede hasta agarrarse de la manija del cajón más cercana. Trata de hacerlo virar, pero está muy atrancado y la corriente empuja. Se levanta y gruñe palabras sueltas que el viento aleja de los hermanos. Sin embargo los otros compañeros municipales entienden el mandato y salen despedidos para el lado del depósito.
Mientras, el hermano entabla conversación con la encargada y le pregunta si a otros muertos les había pasado lo mismo.
- Su madre no se quiere ir – dice y levanta los hombros.
Él se acerca a su hermana y le habla al oído: “mamá nos castiga por enterrarla en este cajón pedorro”. Ella le hace un gesto con la mano para que se calle y encoge los hombros.
Los tipos del cementerio vuelven montados en un bote. Dos arriba y los otros empujando contra la corriente por el camino principal. La encargada ensaya una sonrisa y enseguida frunce el ceño y se acerca agarrándose de las cruces que apenas sobresalen del agua. Les dice que se queden en tierra firme.
Los tipos traen una cadena larga y gruesa. El más joven se baja del bote, nada hasta el cajón de su madre y lo envuelve con los eslabones. Los otros atan las sogas a las manijas y empujan. El cajón cede y arrastra con él la tumba del usurero y la del borrachín del pueblo. El hombre más viejo está arriba del bote. Con la pala empuja las dos tumbas para que floten lejos y lo dejen hacer su trabajo. Los dos tipos de abajo arrastran al bote siguiendo la corriente y el más joven sostiene la cadena con fuerza.
Después de maniobrar entre otras tumbas logran llegar con el cajón al camino principal y lo dejan sobre una pequeña lomada de tierra que habían sacado para hacer una fosa a la que la tormenta dejó sin efecto.
La encargada sigue a sus empleados para verificar los daños colaterales y desde el montículo en el que depositaron al cajón les hace señas. El hermano la deja pasar y ella le da un culazo que lo empuja para atrás. La insulta por lo bajo y camina atrás suyo.
Los tipos hacen malabares para dejar a su madre quieta. Ellos no quieren ni tocarla. La encargada saca su celular y llama a los refuerzos, según dice. Nadie habla. Sólo gemidos de bocas sudadas que les da lo mismo largar las sogas y que la muerta vaya a parar a la mierda. Unos diez minutos después un motor irrumpe en el silencio. Un tractor de los que se usan para cortar el pasto llega hasta ellos. Los tipos atan el cajón y empujan para desenterrarlo del montículo. La encargada, los hermanos y los empleados municipales le hacen de cortejo.
Una vez en el camino principal del cementerio sueltan las cadenas y rodean el cajón. La encargada ordena que lo lleven a la capilla para llamar al forense y al jefe de la asesoría letrada.
- ¿Y, ahora qué?
- ¡Callate, boludo!
La encargada se desentiende de la pelea entre ellos y sigue gesticulando y mandando a los tipos a hacer cosas. A uno le pide que le traiga la carpeta que dejó arriba del escritorio en su oficina. Al otro le ordena buscar el carrito para subir el cajón y trasladarlo. Llama varias veces al secretario de gobierno, su jefe directo, para que la autorice a pagarle horas extras a la médica forense. Sabe que de otra manera tendría que esperar hasta mañana para exhumar a la mujer del cajón flotante.
Camina de un lado a otro chorreando agua y bronca. Grita mensajes a su celular y orquesta el rescate de las otras tumbas flotantes.
- ¿Qué tenemos que hacer?
- ¡Callate, boludo!
La encargada escucha a su hermano y le explica los pasos legales a seguir. Primero hay que demostrar que la muerta adentro del cajón inundado es su madre. Después tienen que elegir otro lugar para dejarla, pagar la diferencia y comprar un cajón como la gente.
Ella tiene las manos en los bolsillos, la cabeza gacha y los botines embarrados. Piensa en lo rápido que se había muerto su madre. En lo poco que hablaron el último tiempo. En cómo podría haber hecho para convencerla de que tenía que llamar a un médico. La voz de la encargada retumba y el eco le estalla adentro. El golpe que su hermano le da en la espalda la despabila.
- ¿Qué tengo que hacer?
- ¡Callete, boluda!
La chica se da vuelta y fulmina a su hermano con la mirada. Los empleados del cementerio cargan al cajón a punto de desarmarse arriba del carrito y lo dejan en la capilla. Ellos esperaran en la puerta mientras la encargada termina la papelería en su oficina. El hermano mueve la cabeza hacia la entrada del cementerio. Una mujer petiza, rechoncha, de pelos colorados y delantal amarillento sin prender los encara de una.
- ¿Son los hijos de la fallecida?
- Está ahí, en la capilla
La encargada les presenta a la médica forense que dice algo sobre las aguas que bajan turbias y las ganas que tiene su madre de flotar. Nadie se ríe, pero a la médica no le importa y sigue tirando una catarata de chistes mientras le pide a los tipos del cementerio que procedan.
Ella y su hermano se quedan afuera. Saludan al asesor letrado municipal recién llegado que les da la mano a la pasada y se mete en la oficina de la encargada. Uno de los dos tiene que entrar a reconocer lo que queda de su madre.
La habían enterrado hacía seis meses, pero según dijeron los empleados, por cómo está el cajón, el agua venía filtrando desde hacía rato. Ella piensa en la descomposición, en los gusanos ahogados, en las lombrices de arroyo y hasta en los renacuajos. Su hermano le dice que ni loco entra en la capilla y que si quieren volver a enterrarla así como está él no tiene problema. Ella lo corre para el fondo del hall de entrada al cementerio y le recuerda lo que había pasado con su padre.
- ¡A él lo desenterramos por lo rata que era mamá! – dice el hermano casi a los gritos.
La chica le tapa la boca y mira hacia la capilla para asegurarse de que nadie lo haya escuchado. Lo agarra de la nuca y le baja la cabeza. Le dice que tienen que decidirse y abre la carpeta con los papeles que la encargada le alcanzó para firmar.
Lee, mueve su pera para adelante y le indica a su hermano que haga lo propio. El muchacho suspira y marca con el dedo el último renglón de las opciones. Ella busca en el bolsillo de afuera de su mochila y saca la lapicera Parker que su madre le había regalado cuando se recibió de maestra. Completa los espacios en blanco con su nombre, número de teléfono, número de documento de identidad, dirección y los datos filiatorios que la unen a la muerta. Deja para el final la elección de las opciones.
La médica forense llama a la encargada y al asesor letrado que a la pasada la toma del brazo. Ella le larga la carpeta a su hermano que se tapa la nariz aturdido por el olor que sale de la capilla. Ni bien entra distingue la blusa naranja con arabescos que ella les había dado a los de la funeraria para que vistieran a su madre. Afirma con la cabeza y sale a vomitar. El hermano la agarra de los hombros y saca de su mochila un pañuelo descartable. Ella se endereza y estira la mano. Pide la carpeta y la lapicera.
- Que la dejen con papá.
- Como quieras.
- No me queda otra.
Apoya los papeles contra la espalda de su hermano y marca una cruz en el ítem: al osario.