Vía Tres Arroyos te acerca una nueva entrega de Pinceladas Literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión, con un nuevo cuento de su autoría.
Sin el Pato no hay encanto
El bosque huele a él. Creo escuchar la voz ronca del Pato, mi amigo, entre las ramas de los eucaliptus. Estoy segura de que el bosque huele a él. Anoche miré las fotos en la computadora. Buscaba inspiración para escribir un texto sobre mi lugar preferido en Tres Arroyos. Elegí las del bosque cubierto de árboles añejos, musgos, plantas achaparradas, arañas, hormigas, gusanos y caballos. Un bosque al que nombré: “encantado”.
Hace cuatro años lo pasé a buscar por su casa en la calle Bahía Blanca. Fuimos por la avenida Almafuerte hasta San Martín y desde ahí, por la Ruta 3 hasta la intersección con el Camino de Circunvalación. El Pato me dijo que íbamos a uno de los lugares más hermosos de la ciudad y de los más dramáticos. Mientras esperaba que pasaran los camiones, que me impedían doblar para seguir por el Camino, giré hacia él que tenía la mirada fija en el asfalto como si de ahí brotaran los recuerdos.
Señaló un claro para estacionar el auto debajo de los álamos. Antes de bajarnos me advirtió de que no teníamos permiso para entrar. Yo reculé. Entonces él cruzó corriendo el camino y me hizo señas con la mano en alto para que avanzara. Lo seguí. Nos metimos por un sendero que terminaba en una casa que, a pesar de parecer deshabitada, el Pato me juró que vivía una mujer que hacía artesanías. Golpeamos las manos. El Pato preguntó susurrando si había alguien en casa. Pero ni los perros salieron. Una quinta sin perros no es una quinta, pensé.
Si nadie nos impedía entrar, podíamos. Avanzamos por el camino que bordeaba la quinta, cruzamos un alambrado que separaba la casa del bosque y nos metimos sin permiso. El Pato caminaba con las manos en los bolsillos de su buzo de gimnasia azul marino. El rocío empezaba a levantarse, pero el pasto todavía mojaba las zapatillas. La brisa de abril sacudió los pelos del Pato, un casco de rulos que terminaban en la nuca rapada. No paramos hasta llegar al borde de la barranca y, manos en jarra, me señaló la otra orilla del arroyo Orellano. De ese lugar llegarían las voces del pasado.
Me recomendó seguir el sendero de los caballos y dijo que, si aguzaba la vista, podría captar imágenes para la nota que tenía que publicar en el diario del domingo. Al Pato le gustaba crear atmósfera. Ponía voz de actor melodramático, estiraba las vocales y, aunque no fumaba, usaba un tono rasposo digno de alguien que recién se levanta. Todo lo contaba como un relato de fútbol. Para él, no había nada en este mundo, ni en ese bosque, que no tuviera que ver con el fútbol.
Nos separamos. El Pato se internó para el lado de los agaves, cerca del alambrado que separa el bosque de la Ruta 3. Dijo que quería sacar unas fotos del lugar exacto por donde cayó el hijo de los Peralta. Bordeó la barranca y desapareció entre los sauces llorones. Encontré una tela de araña tejida entre las ramas de una zarzamora y me senté para que la cámara de mi celular captase hilo por hilo. Me acerqué al arroyo para mirar por dónde andaría y distinguí entre el follaje su campera negra Adidas. Él levantó la mano y me hizo señas para que fuera. Cuando estuve a unos pasos me topé con una potranca marrón y otra blanca. El Pato largó la carcajada cuando me vio que reculaba como si hubiera visto a algún fantasma.
Me paré detrás de él porque me dan vértigo las barrancas. Empezó a hablar en voz baja que fue aumentando en tono y gravedad a medida que avanzaba con el cuento: “un sábado a la tarde jugábamos a la pelota ahí enfrente, en el potrero; yo tenía dieciséis años. Los pibes que andaban con Peralta llegaron corriendo y dijeron que el chico se había ahogado, entonces se paró el partido. Me mandaron a mí a avisarle a la mamá. Éramos vecinos y, ¡viste! , por mi personalidad, fui el único que se animó. Llegué a la cocina del Hospital Pirovano, donde trabajaba la mamá de Peralta, la abracé y le dije que había pasado algo y que teníamos que ir a su casa”.
Los dos nos quedamos un rato largo mirando el lecho del arroyo. ¡Pobre mujer!, dije.
Me llevó caminando hacia el sur para el lado del alambre que separaba el bosque del Camino de Cintura; opuesto a la ruta. Íbamos haciendo equilibrio entre la paja brava y las totoras. Apuntó el índice derecho para el lado del Puente Faraónico y me dijo: “¿Ves, abajo del puente Faraónico? En ese rancho de barro y chapa vivían los Peralta”. La potranca blanca se acercó a comer y el Pato cortó el relato para sacarle una foto. Levantó el mentón y me indicó que hiciera lo mismo.
Seguimos caminando unos metros más y nos frenamos justo donde el arroyo pega una vuelta, o corcovea, como decía el Pato. De la rama de un eucaliptus colgaba una soga que sostenía una cubierta. El viento la mecía. “Usá, el palo que te di” -dijo el Pato y empujó el aire con las dos manos. Me estiré toda la distancia que me dio el brazo más el palo y la pesqué. Después la solté y quedó girando. El Pato no paraba de sacar fotos y de reírse. “Se ve que los pibes no le tienen miedo al arroyo, se deben tirar desde acá. ¡Mirá, si supieran el cuento del chico Peralta!”
Siguió tirando pensamientos como si sólo el aire lo escuchara. No quise interrumpirlo. De la nada, arrancó con el relato del partido de aquel día desgraciado: “en la canchita del potrero del Barrio Olimpo los equipos de los “Mugreboy” y “Los Villalatita” empatan seis a seis. El que convierte el gol gana el clásico barrial” -dijo como si fuera el comentarista de un programa de fútbol de la radio. “Tiene la pelota “Cachusa Cabrera”, la juega para “Derecho” que la pone atrás para “el negro” Minor, le va a pegar Minor, no se decide todavía, la pone para el “Panza” que la cuelga del ángulo. ¡Golazoooo de Villalatita!” - dijo y se dio vuelta para confirmar que yo lo estaba escuchando. – terminó bajando la voz hasta el silencio.
Me preguntó si ya tenía toda la información que necesitaba y si quería dar alguna otra vuelta. Fuimos hasta un tronco caído que nos doblaba en altura, me levantó la mano en la que yo tenía el celular y me dijo que apuntara el ojo para arriba. Desde el techo enmarañado que formaban las ramas se descolgaban lianas y hiedras que cubrían el suelo como una alfombra. Quise volver a la hamaca. Le dije que ahí estaba mi historia y le pregunté si sabía por qué el chico de Peralta se había caído al agua. Se encogió de hombros y me explicó que en los sesenta los chicos de los barrios nadaban en los arroyos. Seguro andarían jugando, dijo sin intentar inventar ninguna otra historia.
La melena enrulada del Pato se sacudía con el viento. Las cortaderas también. Me dio risa pensar que se parecían, pero no dije nada. Antes de irnos busqué tomar alguna imagen del reflejo de los sauces llorones sobre el arroyo. Cliquee poniendo la cámara de mi teléfono en distintas posiciones. También le saqué al Pato una foto en la que está chequeando su celular. Más tarde, cerca de las ocho de la noche, cargaría sus fotos en la página del Facebook que administraba bajo el título: “una tarde con mi amiga, buscando historias”.
El diario La Voz del Pueblo publicó mi nota “El bosque encantado” el domingo siguiente a nuestra visita. Escribí una especie de relato y crónica que contaba la historia de unos chicos que, abrumados por el calor de una tarde de sábado, llegaban al arroyo Orellano para jugar y pegarse un baño. En mi texto el chico de Peralta se caía de la hamaca hecha con la cubierta. El Pato me escribió un mensaje el domingo en el que se publicó la nota. Dijo que le había gustado. Nada más. Sentí que estaba en falta con él. Pero todavía no sé por qué.
Estoy segura de que el bosque huele a él. No volví.